Artículo publicado en la revista SCHERZO.

Blanco White y la música

 

“Era dado a la música, y esta circunstancia contribuyó bien pronto a cierta intimidad, pues, siendo yo de los iniciados en este arte encantador, siempre he hallado en todos los verdaderos aficionados una especie de fraternidad masónica”. (Costumbres húngaras)

 

“Estoy dispuesto a reconocer que nunca he sentido aquella clase de patriotismo que ciega a los hombres tanto con respecto a los defectos de su propio país como a los suyos personales. España, como entidad política,  miserablemente oprimida por el gobierno y la Iglesia, dejó de ser objeto de mi admiración desde mi temprana juventud. Jamás me he sentido orgulloso de ser español porque era precisamente como español como me sentía espiritualmente degradado y condenado a inclinarme delante del sacerdote o del seglar más mezquino, que podía despacharme en cualquier momento a las mazmorras de la Inquisición”. (Autobiografía)

 

            El que esto escribe es José María Blanco White, o Leucadio Doblado (o sea, blanco doble),  nacido Blanco y Crespo en 1775 en Sevilla y muerto en 1841 como Blanco White en Liverpool. Un gran intelectual, seguramente el más grande de los españoles de su época, que siempre se movió, guiado por una búsqueda incesante de la honestidad hacia sí mismo y hacia los demás, en un filo de navaja que no agradó a unos ni a otros. Un intelectual áspero e incómodo en la moderna historia española y al que todavía no se le ha reconocido con la grandeza intelectual, moral y artística de la que es merecedor. Fue incómodo en vida a causa de su postura y opiniones sobre las más diversas cuestiones relacionadas con la política o la religión, opiniones que reflejó lúcidamente en numerosos escritos que vieron la luz en forma de libro o  artículos de publicaciones periódicas tanto de España como de Inglaterra.  Lo fue décadas después de su muerte a causa de los Heterodoxos de Menéndez Pelayo y lo siguió siendo durante el siglo XX cuando ‘el gobierno y la iglesia’ volvieron a ser, otra vez, ‘uno’.

Próximo a cumplirse los 200 años de la salida de España del gran intelectual sevillano, el 23 de febrero de 1810 en el ya famoso barco Lord Howard, es buena ocasión para llamar nuevamente la atención sobre él. Pero no para recordar a ese Blanco White, político o religioso, del que se escribe para vilipendiarlo o defenderlo sino a aquel otro. A ése del que apenas  hablan sus biógrafos o sus estudiosos, ése que apenas nombran de pasada y que también quisiéramos conocer, con la importancia que merece, “los verdaderos aficionados” a la música que, como él dice, nos hallamos en “una especie de fraternidad” (masónica o no es otro  cantar): el Blanco White músico y violinista, el poeta que en un soneto compara su vida con los instrumentos musicales, el narrador que evoca la música que oye a lo lejos cuando realiza “un viajito, río arriba, en el Támesis”, el Blanco aficionado que opina, con su característica lucidez, sobre sus contemporáneos Haydn, Mozart, Beethoven, Rossini o Paganini o sobre la música española del pasado, o el no menos lúcido crítico que disecciona la ópera con una frase que parece un bisturí: “Deleitar el oído y la vista mortificando la razón y el buen sentido es el efecto de la música moderna aplicada a las fábulas dramáticas” (‘Teatro de la ópera italiana de Londres’). Porque al acercarnos a Blanco y Crespo, Leucadio Doblado o Blanco White, como vd quiera, -que no sólo fue un gran aficionado a la música sino que era un iniciado, un músico que seguramente compuso alguna canción u otro tipo de piezas como parece sugerir en alguna de sus obras, y la música tuvo en su vida y obra una gran influencia[1]- no solamente nos interesa el ‘qué’ –noticias que podríamos hallar en otros lugares-,  sino sobre todo la lucidez intelectual de sus críticas y análisis –como la del concierto de Paganini-, su profundidad de pensamiento al interiorizar la música, la finísima ironía de sus comentarios, su claridad descriptiva y su sentido poético en todo lo que escribe. Vemos en Blanco a uno de los grandes intelectuales españoles que se acercan a la música, con conocimiento del medio, en la estela de los jesuitas expulsos Antonio Eximeno y Esteban de Arteaga –con los que tiene mucho en común-, con otros teóricos españoles del XVIII y con el poeta Tomás de Iriarte en su acercamiento a Haydn.

Todos sus amigos ingleses conocían la especial relación con la música que Blanco cultivaba, le invitaban a tocar en sus casas con otros aficionados, a asistir a conciertos e incluso le ofrecían trabajos como músico. Pero eran los colegas del ámbito religioso los más conscientes de que en muchos momentos, esa relación con la música, iba unida a su personal religiosidad. En ellos piensa Blanco cuando escribe en su diario en febrero de 1835: “El servicio en la Capilla Unitaria me ha dado el más grande y puro placer. (...) Mis amigos atribuirían  la aprobación ilimitada que he dado al servicio completo, a la influencia de la música; pero estarían  muy equivocados. La acción de la música produciendo esa impresión era comparativamente leve; respecto a la interpretación fue sólo correcta, suficiente para no estropear el efecto general”.

En enero de 1830, Blanco se decide a escribir sus Memoirs -“una narración detallada de mi vida”- a instancias de su amigo el Dr. Richard Whately, arzobispo anglicano de Dublín. Y es en la Autobiografía, dedicada a este buen amigo y publicada después de su muerte por su albacea[2], donde Blanco nos cuenta las principales cuestiones de su relación con la música y especialmente con el violín, instrumento del que llegó a adquirir un nivel profesional. Pero también están sus escritos literarios -las Cartas de España o las diversas narraciones que publicó en los periódicos y revistas en los que colaboró tanto en España como en Inglaterra-, sus poesías, su diario o las cartas que escribió a su hermano Fernando o a sus amigos ingleses contienen numerosas referencias musicales de todo tipo que despiertan el interés tanto del buen melómano, partícipe de esa ‘fraternidad’ que nos une, como del musicólogo que busca desentrañar los entresijos de la historia musical española –su descripción de los ejercicios espirituales del Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz, las diversas informaciones sobre la música en Sevilla, especialmente la Semana  Santa y el rito de las Siete palabras, y diversas noticias y costumbres-. Y, por supuesto, los dos artículos exclusivamente musicales que escribió, uno dedicado a informar sobre la muerte de Haydn en el Semanario Patriótico de Sevilla y otro, ‘Teatro de la ópera italiana de Londres’, para la revista londinense Variedades o Mensagero de Londres dirigida al mundo hispánico, artículos que se publican en este dosier.

 

La música en su vida. En España

¿Oyes los suaves trinos / y melifluos gorjeos

con que tu voz supera / al sonoro instrumento? (A Elisa, cantando al Forte-piano)

 

Escribe Blanco en su Autobiografía de cuando tenía 8 años: “El cuñado de mi padre [Thomas Cahill] era hombre de cierta cultura. Sobre todo tocaba muy bien el violín y en cuanto advirtió la decidida afición a la música que la naturaleza me había dado, empezó a enseñarme los rudimentos de su arte. De esta manera, después de las interminables y aburridísimas horas que pasaba en el escritorio, la única recompensa que recibía era una vespertina lección de violín”. Y como dice A. Garnica, traductor de esta Autobiografía, “la relación de Blanco con el violín va a ser en su vida algo más que una afición. Le va a servir sucesivamente para otras cosas: para aliviar el tedio de las tardes del domingo y días de fiestas uniéndose a la orquesta que tocará en la iglesia de San Felipe Neri; será la ocasión de su primer enamoramiento, en el verano de 1793 en Sanlúcar de Barrameda, cuando a los dieciocho años Blanco se enamorará platónicamente de una joven, a cuya familia lo presenta su profesor de violín; por medio de la práctica del violín conocerá y trabará amistad con el coronel Amorós en Madrid –que le abrirá las puertas del Pestalozziano-, con el coronel Murphy, en Londres, que le ayudará económicamente en la empresa de El Español y será siempre un fiel amigo; y con John Henry Newman, en Oxford, en quien Blanco verá en un primer momento –aunque equivocadamente- su propio yo. Cuando sueña volver a España después de su desencanto con la Iglesia anglicana, Blanco piensa que se podrá ganar la vida como profesor de música”.

“Poco tiempo después de cumplir los catorce años (...). Un profesor de música que me dio clases particulares durante el período en que mi atención estaba dividida entre el escritorio comercial y la gramática latina, me prestó un ejemplar del Quijote, que leí a escondidas. No recuerdo satisfacción y placer más grande que el que experimentaba cuando, teniendo buen cuidado de ocultar el Quijote a toda mi familia, lo devoraba a escondidas (...). Porque incluso el Quijote estaba considerado por mi padre como un libro peligroso”. Con quince años Blanco entra en la universidad y se acerca al Oratorio de San Felipe Neri atraído por el respeto que sentía hacia los jesuitas y por elegir allí un confesor: “Por otro lado, la iglesia de San Felipe Neri tenía para mí otra gran atracción: en ella se escuchaba música con tanta frecuencia que con razón San Felipe Neri podría ser considerada como la Ópera religiosa de Sevilla. Los buenos padres del Oratorio habían ideado un ingenioso plan para que la música no les costara dinero. Para ello cultivaban la amistad de los mejores músicos profesionales de la ciudad y recompensaban sus servicios dándoles por un lado ayuda espiritual y por otro prestigio mundano. Como también había en nuestra ciudad buen número de aficionados, cuya cooperación gratuita pudiera dar más fuerza a la orquesta, los Padres habían preparado un lugar en la iglesia, oculto por una celosía, donde los caballeros aficionados podían unirse a la orquesta sin ser vistos del público. La buena sociedad sevillana, en vez de considerar degradante este servicio, los consideraba al contrario  como un excelente acto de devoción. Como yo había conseguido tocar el violín aceptablemente, los padres filipenses, consideraban mis servicios muy valiosos y a mí por mi parte me llenaba de satisfacción la oportunidad de unirme a una gran orquesta. De esta manera contaba con una hora de práctica del violín todos los domingos por la tarde y en las tres o cuatro fiestas principales que se celebraban todos los años y en las que la música sonaba casi sin parar desde las primeras horas de la mañana hasta la puesta del sol, tocaba el violín hasta que mis dedos estaban a punto de sangrar. Pero mejor será que le cuente con detalle como pasaba los domingos en esta etapa de mi vida”. Cuenta Blanco cómo todos los domingos iba al Oratorio muy temprano, después de misa pasaba la mañana con sus amigos en la Academia literaria que habían formado y después de comer “a las tres volvía a San Felipe Neri para tocar con la orquesta”. En estas sesiones de música del Oratorio participaba también Manolito Rodríguez, conocido después como Manuel García (nacidos ambos el mismo año) y con el que coincidirá más tarde en Londres cuando García es ya uno de los más famosos y grandes tenores de su época.

A la influencia de los jesuitas se debía la importancia de la música en los oficios y ceremonias de este Oratorio así como la implantación de los famosos Ejercicios Espirituales de la Compañía en los que la música jugaba también un importante papel. “El plan que siguen los Ejercicios Espirituales es una obra maestra de la máquina eclesiástica”, dice Blanco en sus memorias de esta experiencia vivida en primera persona; y para que no le acusen de exagerado hace una “descripción totalmente objetiva” de lo que eran estos Ejercicios en San Felipe Neri. Después de explicar los diferentes sermones, jaculatorias, meditaciones, rezos y llantos, Blanco cuenta como las jaculatorias amorosas del famoso padre Vega -director de los Ejercicios- a la Virgen María “eran como las de un enamorado y ardiente galán que requebraba a su excelsa señora. En medio de estos apasionados arrebatos se empezaba a oír de repente el sonido de la música que salía de una alta galería a los pies de la capilla. Un grupo de voces, acompañadas por los instrumentos musicales, cantaba las alabanzas de la Virgen María, Refugio de Pecadores. (...) los convulsos gemidos de los ejercitantes era tales que lograban apagar el sonido de la música. (...) La música sonaba sin cesar y sólo se interrumpía de vez en cuando para permitir al padre Vega dirigirse a la Divinidad...”. Es una pena que Blanco no diga qué repertorio de obras se interpretaban en estos Ejercicios o en las otras fiestas y ceremonias que se realizaban en esta magnífica ‘ópera religiosa de Sevilla’. Cuenta V. Lloréns que hacía 1803 “el descubrimiento de su incredulidad [religiosa] produjo en él profunda convulsión. Cayó enfermo y su oído musical, extraordinariamente fino desde la infancia, sufrió súbita y extraña alteración. Distinguía las distancias armónicas en la escala tan exactamente como antes, pero cuando un instrumento cualquiera daba una de las  notas, él la oía medio tono más alta de lo que realmente era. Hasta que recobró la salud un mes más tarde, el oído no volvió a tener la percepción normal”.

Si un momento importante en la vida de Blanco es el descubrimiento de “los encantos de una ciudad disipada” y sus teatros, o sea Cádiz, ya que los de Sevilla estaban cerrados (“mi padre tenía de Cádiz la misma mala opinión que de la antigua Babilonia. Nuestra ciudad se encontraba libre por aquel tiempo de la horrible abominación del teatro, que el partido piadoso –lamento verme obligado a poner nombres- había logrado mantener cerrado durante muchos años”), no menos importante es su marcha a Madrid en 1805, “y gozar de las ventajas que la capital de la nación ofrecía a un hombre en mis circunstancias”, huyendo de los sufrimientos que le producía Sevilla. Ya en Madrid, superada la prohibición que la policía había impuesto a los forasteros para vivir en la ciudad,  la música se convierte una vez más en la vía de acceso a instituciones y personas. Aparte de los intelectuales y políticos  importantes de la época, Blanco entra en contacto con un personaje curioso, “un militar llamado Amorós, hombre de gran perspicacia e inquietud intelectual. (...) Mi afición por la música me había puesto en relación con Amorós por aquel entonces, ya que él también era un buen aficionado y daba conciertos semanales en su casa”. El coronel Francisco Amorós era un inquieto pedagogo que acabó sus días en Francia siguiendo a los Bonaparte. Aunque no fue el introductor en España de las teorías educativas del pedagogo suizo J. H. Pestalozzi, llegó a ser el director del Real Instituto Pestalozziano de Madrid donde se daba especial importancia en la educación a dos materias: la gimnasia y la música. Para este instituto escribió Blanco un Discurso sobre si el método de enseñanza de Enrique Pestalozzi puede apagar el genio, y especialmente el que se requiere para las artes de imitación que leyó en noviembre de 1807 y en el que se encuentran profundas reflexiones sobre las relaciones de las artes y las ciencias que sugieren la hipótesis de que Blanco debía conocer las teorías musicales de los jesuitas expulsos Arteaga y Eximeno. Amorós, por otra parte, consiguió desarrollar en París todo el proyecto educativo que no pudo realizar en Madrid.

Ya en 1808, al inicio de la guerra, “acaricié mis cadenas y regresé sin demora al lugar donde sabía que me habrían de amargar más la vida: volví a Sevilla, la ciudad más fanática de España, en el momento en que estaba bajo el control más completo del populacho ignorante y supersticioso”. En Sevilla es solicitado por el poeta Quintana,”uno de los españoles más honestos y más capaces que jamás he conocido”, para que se haga cargo, junto con Isidoro Antillón, del Semanario Patriótico, periódico semanal que Quintana había fundado en Madrid. Entre artículos de historia, noticias sobre la guerra, críticas a la actuación de la Junta Suprema Central, Blanco publica en agosto de 1809 un pequeño pero sentido artículo necrológico sobre –el músico mayor de nuestros días’, que diría T. de Iriarte- J. Haydn, que había muerto dos meses antes. Con la llegada de los franceses a Sevilla, Blanco marcha a Cádiz y de allí parte para Inglaterra.

 

            En Inglaterra

            Its native lute can thus forsake

            And try the British lyre to wake. (On my attempting English Verse)

 

Tras once días en el mar, el barco llega al puerto de Falmouth el 3 de marzo, “un frío como nunca había experimentado me caló hasta los huesos. La niebla me daba la impresión de que estaba respirando muerto”. Triste y decepcionante llegada a Inglaterra que se convertiría poco a poco  en feliz residencia en la, para él, ‘tierra de bendición’. “¿Y ahora qué vas a hacer en Inglaterra?, me preguntó mi buen juicio (...) Podía rebajarme a trabajar como músico e intentar encontrar un puesto en una orquesta teatral. Esta idea se me había ocurrido cuando estaba apunto de salir de España, y la distancia de que se convirtiera en realidad la había privado de todas sus dificultades, pero en el momento en que la proximidad de tener que ponerla en práctica le había hecho perder su rosado color romántico, mi amor propio apenas podía soportarla”. No quisiera pensar mal pero sorprende en Blanco -un gran amante de la música, que la practicó a lo largo de su vida, que motivó a su hermano Fernando a que la estudiara...- ese “rebajarme a trabajar como músico”. Mejor pensemos que, para su formación intelectual y sus aspiraciones, más bien se le quedaba pequeño el trabajar en un foso y aspiraba a metas más altas, incluso en la música, que siguió siendo su vía de acceso a la sociedad inglesa.

Una de las primeras personas que contacta en Londres es John G. Children, investigador y secretario de la Royal Society a quien había conocido en Sevilla y “en su compañía iba frecuentemente al teatro, conciertos y exposiciones”. Unos años después, 1813, escribe a sus padres que “la música es el único entretenimiento que me ha quedado, y voy algunas veces a ver a amigos con quienes toco un cuarteto”. Información que amplía en sus memorias de forma envidiable para todo buen aficionado: “Sucedió por aquel tiempo que el coronel [don Juan] Murphy, español de origen irlandés, que había conocido ligeramente en Madrid, al enterarse de que estaba en Londres me invitó a su casa. Él era también buen aficionado a la música y al enterarse de que tocaba el violín aceptablemente me invitó a que me uniera a un cuarteto que se reunía todas las semanas en su casa en el ambiente más agradable y selecto que se podía esperar. Nuestro concertino era un profesor de música de Ginebra, Mr. Sheener, admirable intérprete de cuartetos. No admitíamos a ningún oyente en nuestros conciertos porque éramos incapaces de soportar el más leve murmullo. Sólo los iniciados en los misterios de la música pueden hacerse idea de la exquisitez de nuestro entretenimiento”. En 1814 marcha a vivir a Oxford y recuerda la relación con uno de sus vecinos, Mr. Parson, y “su hija mayor, después Mrs. Nicolls, joven inteligente y dotada de las mejores cualidades, tenía buenos conocimientos de música y como nunca he perdido ninguna oportunidad de ayudar en este hermoso arte a cualquier persona a quien mis conocimientos pudieran ser de alguna utilidad, lo que fui capaz de hacer en favor de Miss Parsons me dio constantes ocasiones de visitar a su familia”.

            Su hermano pequeño, Fernando, había sido hecho prisionero por los franceses durante la Guerra de la Independencia y llevado a Francia. Tras la derrota napoleónica fue liberado y marchó a Londres con su hermano. Después de unos años de formación inglesa regresó a Sevilla dando comienzo a una serie epistolar entre los dos hermanos en la que no faltan, por supuesto, las referencias musicales de todo tipo. Blanco motiva a su hermano para que estudie violín y armonía e incluso le explica por carta como coger el arco; hablan de violines; Fernando le pregunta su opinión sobre Rossini y otras curiosidades más. En sendas cartas de 1820 le escribe: “Si no has comprado el violín, [Mr. Francis]Carleton se ha resfriado tanto con la tardanza que se alegraría de que no viniese. Pero si está comprado, mándalo sin el menor recelo”. “También te enviaré un librito de Baxo Fundamental [Tratado de Armonía] que yo he estudiado, por no poder asistir a la Academia de Logier [se refiere seguramente a Johann B. Logier (1777-1846), pianista y pedagogo alemán que vivió casi toda su vida en Inglaterra], donde ha aprendido Pérez, y por no quererme quedar atrás en materias Músicas. El sistema de Logier, según entiendo, tiene poco de nuevo;  pero es excelente para evitar el tedio que otros tratados de contrapunto causan por su mal método. Harás bien en asistir a las lecciones de Pérez [con este apellido hay varios músicos españoles en esta época]. -Como vivo con una familia Música he adelantado en el violín, y creo que podría hacer algún papel entre los aficionados sevillanos”. Y en A Sketch of my mind in England completa esta información: “He hecho algunos progresos en el conocimiento de los Principios de la Armonía. (nota: desde un tempranísimo período de mi vida fui un buen músico practicante,  pero no estudié regularmente los principios de la Armonía ).

            De 1821 son dos cartas muy interesantes. En la primera le explica a su hermano, de manera admirable y en pocas líneas, como estudiar y coger el arco del violín y en la segunda nos enteramos de que Blanco compró, gracias a la venta de las primeras Cartas de España, nada más y nada menos que ¡un Guarneri! -familia de famosos luthieres cremonenses cuya máxima figura fue B. G. Guarnieri ‘del Gesù’, para algunos tan importante o más que Stradivari-. “Te aconsejo que en el estudio del violín y viola emplees diariamente un cuarto de hora en tocar escalas, sólo con la mira de adquirir un buen uso del arco. Acuérdate que el dedo pequeño tiene que sostener todo el peso de la vara, cuando la mano está cerca del puente: el pulgar debe ser el fulcro, opuesto al dedo del medio debaxo de la vara: el pequeño debe caer encima: la vara debe tocar en la primera coyuntura del índice, contando desde la punta, y llegar oblicuamente a la segunda: la muñeca no ha de entezarse por ningún motivo. En estas circunstancias, lleva la arcada de un extremo a otro paralela al puente y la práctica te enseñará lo demás. -La atención a estos puntos me hace tocar de un modo que no me conocerías si me oyeses-. Los dedos todos deben estar unidos, y los tres primeros abrazando el arco, pero sin esfuerzo”. “Quédate con el violín y buena pro te haga, que yo, ha pocos días compré un Guarnerius Cremonense por £ 30, y dos violines míos!!! Esta extravagancia es hija de unas cartas sobre España que me han valido, las dos primeras, £. 26, 5. so. y espero que no serán las últimas. (...) Mi violín, el único decente que he tenido en mi vida, aunque con una voz parda, es muy suave y responde a una ligera insinuación del arco. De su legitimidad no tengo la menor duda. De los del Granadino [se refiere al gran luthier español José Contreras ‘el Granadino’] no me acuerdo, pero dudo que aquí puedan tener el precio que dices”. V. Lloréns cuenta que en estos años tomó “parte con algunos profesionales en un gran concierto dedicado enteramente a Corelli”.

            Unos años más tarde, 1824, le escribe a su hermano contándole el encuentro con el entonces famosísimo tenor Manuel García, que ya había actuado en Londres en 1818 y 1823. En esta ocasión, García regresaba a la capital inglesa en enero de 1824 para cantar en el estreno de Zelmira, representación que Rossini dirigió desde el piano reinaugurando el King’s Theatre, y permanecería hasta octubre de 1825 en que marcharía con su compañía de ópera a Nueva York. La carta de Blanco es del 21 de mayo y la ópera a la que se refiere pudo ser Tancredi[3]: “El otro día, por la primera vez después de muchos años, me hallé presente a un rehearsal, ensayo general de una de las óperas de Rossini. García (alias Manolito Rodríguez) cantaba. No puedes figurarte la impresión que me hizo el recuerdo de mis primeros años cuando yo le solía acompañar en San Felipe Neri. Qué revoluciones de mundo! Quien nos diría entonces las vueltas de nuestra suerte que nos habían de traer a Londres!”. Es posible que se vieran alguna vez más en alguno de los múltiples conciertos que tanto Manuel como su hija María –todavía no era Malibrán- dieron en Londres o en la Academia de canto que García  fundó y mantuvo mientras permaneció en la ciudad pero no tenemos noticias de ello. Su hermano Fernando le debió contestar pidiéndole su opinión sobre la música de Rossini y Blanco, en octubre del mismo año, le contesta a su vez, comparándolo con Mozart y Beethoven, con una certera y aguda opinión en sintonía entonces con la élite musical anglosajona que programaba frecuentemente las sinfonías del genio de Bonn en los conciertos de la Royal Philarmonic Society y que le encargaría la Novena: “De Rossini no puedo hablar con confianza, porque mi salud no me permite ir al teatro. Mi idea es que sus Melodías son algunas veces muy felices, y que sabe producir efectos instrumentales; pero le falta la perfección y la dulzura de Mozart, y el profundísimo y brillante genio de Beethoven. Rossini es una exhalación, los otros dos son la Luna y el Sol del mundo músico. –A propos de Música: estoy recobrando la flauta a ratos perdidos: -y a este momento estoy maldiciendo a una vecina que no me deja escribir, aullando una escala acompañada con el perfect chord  35 cada nota. Su música y su ruido han estado para hacerme dejar esta casa, que es la más cómoda en que jamás he vivido”. Pobre vecina, qué pensaría ella de la flauta y el violín del sensible espíritu sevillano. A propósito de ella, Blanco se refiere a la práctica tan común de los cantantes que para calentar la voz realizan escalas acompañándose del acorde perfecto correspondiente a cada nota. A pesar de las protestas no se debió ir de la casa porque a finales del mismo año le envía  otra carta a su hermano desde la misma dirección diciéndole que: “De ningún modo te privaré de tus flautas, que espero volverás a gozar algún día. Yo he comprado una de Monzani [Monzani & Hill, entonces una de las tiendas más importantes], que, aunque no de patente como la tuya, es muy buena. Yo no abandono el violín,  en que sin saber cómo, he adelantado. La flauta solo me sirve de dar un pitido, de cuando en cuando. Si tuvieses proporción de mandarme el violín del Granadino de que me hablaste, de modo que algún Capitán conocido lo pase como suyo, sin hacerme pagar el extravagante derecho de la Aduana, me alegraré de ver qué cosa es”.

            En 1826, el Oriel College de la Universidad de Oxford le concedió a Blanco el título de Master of Arts y éste marchó a vivir a la ciudad universitaria. Allí se relacionó con los más importantes intelectuales de la universidad y sobre ello cuenta V. Lloréns que “Si la filosofía le unió a Whately, la música le acercó a [J. H.] Newman, que tenía entonces la mitad de su años. En la primera conferencia que Blanco pronunció en Oxford, disertó sobre la teoría de los sonidos musicales [exactamente se titula On musical sounds y se leyó en la Ashmolean Society; no ha sido posible consultar este ensayo que se conserva manuscrito en la Univ. de Liverpool para la realización de este artículo]. Asistía a conciertos y seguía practicando el violín, y como Newman era también buen aficionado, acabaron tocando juntos ante el público universitario. No dejó de llamar la atención el contraste entre la manera de agradecer Blanco el aplauso de los espectadores, inclinándose conmovido con grandes reverencias, y la inmovilidad de esfinge de Newman [posteriormente éste se pasó al catolicismo llegando a ser cardenal].

            Como es bien sabido, Blanco pasó por numerosos apuros económicos a lo largo de su vida que fue parcheando con la ayuda de sus inestimables amigos ingleses, sobre todo los del círculo religioso. Estos amigos no sólo le daban dinero sino que se preocupaban por buscarle trabajo como escritor, profesor o tutor en familias de la alta sociedad, y en relación con la música, en marzo de 1831, su amigo J. Allen le informa y le sugiere que se presente a una plaza de organista, que había quedado vacante, en Dulwich College. El puesto era para tocar el órgano los domingos e instruir en música a los niños. Blanco contesta que le interesa pero que en ese momento no se siente capaz de acompañar los salmos en el órgano y sugiere que, si le aceptan, le sustituya alguien durante unos meses, tiempo que, según dice, necesita, gracias a sus conocimientos en música, para hacer de organista él mismo. Para el sorteo final de la plaza fueron elegidos Blanco y otro candidato; en el sorteo él sacó la papeleta en blanco y el puesto se lo dieron al otro.

            Uno de los testimonios más emocionantes es el que escribe en una carta del 6-VII-1831 a propósito de un concierto de Paganini en Londres. Un iniciado en el arte del violín, como Blanco, no deja pasar la ocasión de conocer y disfrutar de la magia del violinista italiano que entonces, a diez años de su muerte, estaba en la cumbre de su poderío musical y técnico, y al que le acompañaba además la leyenda del embrujo demoníaco. Un iniciado como él se da cuenta claramente de lo que Paganini hace con el violín, y unas pocas palabras, claras y certeras, le bastan para trasmitirnos la emoción física del concierto y la borrachera de felicidad posterior: “Asistí ayer al [concierto] benéfico de Spagnoletti [famoso violinista, concertino del King’s Theatre y de la orquesta de la Royal Philarmonic] donde escuché a Paganini. La sala estaba tan llena a las dos menos cuarto, (el concierto comenzaba a las dos), que apenas logré traspasar el umbral de la puerta con Mrs. Senior, a la que acompañaba. Durante una hora y veinte minutos tuvimos que permanecer de pie en medio de un calor opresivo, incapaces de separarnos de la multitud. Pero el concierto fue una excelente selección, y al tener que marcharse un par de damas que estaban sentadas en los asientos más cercanos a nosotros, el apoyo que la música nos había brindado durante el primer acto se tornó más efectivo, es decir, más físico, desde un asiento durante el segundo [acto]. Paganini es un excelente músico  -sin rival, y constituye un caso aislado en la historia de los violinistas. Las dificultades que afronta no se hacen visibles a aquéllos que no conocen el instrumento, y tampoco las afronta él para presumir, sino por su efecto. Es imposible oír nada más impactante que sus melodías. Es el ser más extraño físicamente que yo he visto jamás. Cuando aparece en el escenario, da la imagen de un ser no de este mundo, sino forzado a mostrarse por arte de magia, y de estar medio asustado por la novedad de la escena que tiene delante. Pero la narración que despliega es absolutamente maravillosa y misteriosa. Pasé yo toda la tarde en un estado de embriaguez mental –un perfecto optimismo, inmune a la existencia de los males de la vida, y comprendí que todo iba a acabar bien”.

            En los últimos años de su vida, entre las numerosas anotaciones que realiza en su diario sobre cualquier sencilla cuestión o reflexiones de toda índole  sobre cuestiones literarias, políticas o religiosas, no faltan las musicales: “Estoy escuchando uno de los recién inventados hand Harpsichords[4] que, al estar bien afinado, me agrada bastante. Patrick’s Day in the Morning es la mejor en su colección de melodías. Y qué maravillosa expresión característica la que esa sencilla melodía posee: hace que mi corazón lata con un movimiento muy suave y alegre. Si me preguntaran qué expresa esta melodía, diría que expresa tolerancia, alegría, y sentimiento social, muy exquisitamente combinado con la belleza femenina. Los que consideran que la música es sólo ruido, que rían si les place”. Sobre su actividad musical escribe que frecuentemente hace música con su hijo Fernando -nacido de una relación que había tenido en Madrid cuando aun era sacerdote- , también con su sobrina María Ana Beck cuando va a visitarle en 1839 -“Estoy peor. Acompañado por María Ana [toco] un poco con el violín”-  o para aliviar su enfermedad –“ Me encuentro muy enfermo. Estoy obteniendo gran alivio de la somnolencia, que me ataca constantemente,  tocando la flauta. Esta mañana me encontré incapaz de sacar una nota, debido a la hinchazón de mi cara y de los labios”-. En otras anotaciones se percibe que, a pesar de su débil estado de salud, no quiere abandonar la práctica musical: “Soñé que estaba tocando el violín. La impresión quedó sobre mi mente, y justo ahora he estado colocando algunas cuerdas en el violín y el tenor [la viola], y tocando un poco con ambos, -con dolor en efecto, pero es una sorpresa qué poco he perdido, excepto en la fuerza”. Y cuando ya no puede tocar, y son pocas las motivaciones, le queda el consuelo del estudio teórico del arte músico: “Por algunos días no he hecho nada, pero he estudiado detenidamente acordes musicales”.

            Finalmente, es en la correspondencia con su amigo el Dr. Channing que amplía estas últimas anotaciones de su diario –“ Uno de los más tempranos y más permanentes gustos de mi vida –la Música- ha sido el único alivio que he encontrado. No siendo capaz de levantarme de mi silla [en los últimos años Blanco estuvo en silla de ruedas], y teniendo mis manos constantemente hinchadas en un cierto grado, la música práctica, en la que siempre había encontrado entretenimiento, hace tiempo que ha cesado de proporcionármelo: y me contento con el examen de algunas obras teóricas, al lado de mi Piano Forte. Así he pasado muchos meses soñando”-  e intercambia reflexiones sobre las cualidades metafísicas y pitagóricas de la música respondiendo a su amigo que le había inquirido (hegelianamente) sobre el poder misterioso e inexplicable de la música y su influencia en el alma humana: “Me pasó en su última carta algunas observaciones sobre la música, las cuales me proponía haber confirmado; pero la lira interna, por usar el lenguaje de Sócrates, ha estado desencordada dentro de mí. Grandes sumas de dinero han sido (en mi opinión) despilfarradas en los Bridgewater Treatises [famosa y polémica serie de ocho libros sobre teología anglicana y ciencia]; no obstante todavía nadie ha pensado en la música como una prueba de la inteligencia y bondad de Dios, aunque las relaciones del oído musical con los cuerpos vibrantes, están tan fijadas y tan reguladas como los movimientos de los planetas. Añadir que las leyes según las cuales la música produce sus maravillas son sobreañadidas a la mera audición –un sistema dentro de un sistema, por la finalidad del más puro placer”.

 

La música en su obra

Si yo pudiera dar libre vuelo al entusiasmo que me inspira el objeto que nos reúne en este sitio... (Discurso sobre la Poesía)

 

            Seguramente son las Letters from Spain (traducidas tradicionalmente como Cartas de España) la obra literaria más conocida de Blanco y en la que se encuentran más referencias musicales. Inicialmente fueron publicadas algunas de ellas en la revista inglesa The New Monthly Magazine y con el dinero que obtuvo, como contaba en una carta a su hermano, se compró el violín Guarnerius Cremonensis. Poco después se publicaron ya todas (trece cartas) en un volumen bajo el seudónimo de Leucadio Doblado que tuvo dos ediciones inglesas; en castellano no fueron publicadas hasta la edición de 1972 reseñada en la 1ª nota.

Como dice V. Lloréns en el prólogo a esta primera edición española, “las cartas se componen de una parte descriptiva y de otra narrativa e histórica”, y es en la variedad temática de la parte descriptiva donde se encuentra, así mismo, una variada información musical sobre Sevilla, Cádiz, algunos pueblos andaluces o Madrid, principales lugares tratados en estas Cartas. Blanco describe tradiciones populares como el “rosario de la aurora, una de las pocas costumbres útiles y agradables que la religión ha introducido en España”, las Rogativas en la Catedral de Sevilla, a propósito de la fiebre amarilla de 1801, con las “voces graves y plañideras de los cuarenta cantores que entonaban los salmos penitenciales”, o la representación teatral de una compañía de cómicos de la legua, a raíz de un viaje por la serranía de Ronda ese año de 1801, y cuya “orquesta estaba formada por un estridente violín, un violonchelo gruñón y una trompa ensordecedora”. Los bailes que les organizan en Olvera los familiares de su acompañante en este viaje le da pié para describir el baile del bolero como transformación moderna de las seguidillas en términos muy parecidos a los que poco antes había explicado Juan A. de Iza Zamácola ‘Don Preciso’ en una edición de 1799 o años más tarde escribiría Fernando Sor en su artículo ‘Le Bolero’para la Encyclopédie Pittoresque de la Musique de 1835. Y al describir con entusiasmo y cierta nostalgia juvenil las tertulias de la ‘babilónica’ Cádiz a finales del XVIII señala que “el recurso más socorrido en estas reuniones es cantar acompañado de la guitarra o el piano. Pero la formación musical de las damas españolas no admite ni remota comparación con la de las aficionadas londinenses. Sin embargo, las gaditanas tienen la gran ventaja de que al cantar abren la boca, lo que las misses inglesas parecen considerar una grave incorrección”.

De la narración de su estancia en Madrid, aprovecha que va un domingo de 1807 a visitar al ya septuagenario músico andaluz Manuel F. Espinosa de los Monteros, importante músico de cámara de Carlos III y Carlos IV que realizó hacia 1761 el Libro de la ordenanza de los toques de pífanos y tambores que se tocan nuevamente en la ynfantería española, donde está la Marcha de Granaderos, también conocida como Marcha Real o marcha Borbónica, que actualmente es el Himno Nacional de España, para hablar con cariño, admiración y respeto de su hijo como ejemplo de honradez frente al “espectáculo de vicio y corrupción” que imperaba en la corte de Godoy: “Me refiero a don Manuel Sixto Espinosa [director de la Caja de Amortización]. Su padre era un músico que tuvo la buena fortuna de agradar al rey con sus espléndidos recitales de piano, por lo que fue nombrado profesor de piano de este instrumento en la real familia. El hijo, joven de extraordinarias cualidades, que empleó en el estudio de las finanzas y la economía política –ciencias poco cultivadas en España- (...) enemigo declarado de la costumbre de recibir regalos, tan predominante en España”.

Pero de todas las Cartas, la más completa en noticias musicales es la ‘Carta Novena, Sevilla, 1806’, que describe “las costumbres más notables, tanto públicas como privadas, del decurso anual de la vida sevillana”. Tras comentar los momentos más felices de su niñez en “la casa de cuatro solteronas de los buenos tiempos (...) que habían llegado a ser por entonces unas probadas veteranas de la alegría” y en cuya casa “una antigua guitarra, casi tan grande como un violonchelo de tamaño regular, estaba siempre lista” para acompañar el baile de seguidillas, pasa a describir la Semana Santa sevillana con toda su fastuosidad musical y especialmente lo relativo al Viernes Santo y las Siete Palabras: “La ceremonia más solemne, conocida con el nombre de Tres Horas (...) entre las doce del mediodía y las tres de la tarde –horas que se supone estuvo nuestro Salvador clavado en la cruz- fue introducida por los jesuitas españoles (...). Al dar el reloj las doce, un sacerdote con sotana y manteo sube al púlpito y pronuncia un saludo preparatorio compuesto por él mismo. Después lee el libro de las Siete Palabras que dijo Jesús en la cruz, dándole a cada una de ellas el tiempo suficiente para que, con los intermedios musicales que siguen a las lecturas, el total no pase de las tres horas. La música suele ser buena y apropiada y, si se consigue reunir una orquesta suficiente, compensa a un aficionado el inconveniente de estar en una iglesia llena en la que, por falta de asientos, la asistencia masculina tiene que permanecer de pié o de rodillas. De hecho, una de las mejores composiciones de Haydn fue escrita hace poco tiempo para unos caballeros gaditanos que dieron una muestra de su buen gusto y liberalidad al conseguir de esta manera una obra maestra de la música para uso de su país. Esta pieza se ha publicado hace poco tiempo en Alemania con el título de Sette parole. (...) La descripción de la muerte del  Salvador, poderosamente pintada por el autor de las Tres Horas, no deja de impresionar la imaginación cuando se escucha bajo la influencia de tal música y escenario (...). Tras un saludo de despedida pronunciado desde el púlpito, la ceremonia acaba con la interpretación de una pieza musical en la que la inspiración del gran compositor presenta una magnífica imitación del desorden y agitación de la Naturaleza que cuentan los evangelistas”.

A propósito de la fiesta del Corpus Christi, Blanco habla del viejo baile español de la Chacona y el de los Seises de la Catedral sevillana, y en lo relativo a la Navidad describe la zambomba y los villancicos: “La música de la Catedral es excelente. Actualmente se limita a acompañar parte de las oraciones latinas, pero hasta hace unos cuantos años también se usaba en una especie de intermedios dramáticos en lengua vulgar que se cantaban, no se representaban, en determinados momentos del oficio. Estas piezas tienen el nombre de villancicos, de villano o rústico...”. Blanco se refiere aquí a la sustitución de los villancicos por los Responsorios en latín, decisión que tradicionalmente se atribuye a la influencia en los cabildos catedralicios del entonces todopoderoso maestro de capilla de La Seo zaragozana, F. J. García Fajer .

Y si estas Cartas de España abundan en noticias musicales, todo lo contrario sucede con las Cartas de Inglaterra que, dirigidas ficticiamente a su amigo Alberto Lista, publicó en las Variedades, donde, desgraciadamente para lo mucho que un aficionado como él podía haber contado, apenas hay un par de referencias a la música -en parte lo suple con el artículo sobre el Teatro de la ópera italiana-, lo que sorprende viviendo en un Londres repleto de actividad musical con teatros de ópera, salas de conciertos y las extraordinarias temporadas de la Royal Philarmonic Society que incluía la mejor música del momento -entre ellas las de los españoles F. Sor y José M. Gomis, y en las que cantó como tenor M. Rodríguez de Ledesma-, que programó todas las sinfonías de Beethoven y le encargó la Novena. Entre lo poco musicalmente reseñable de estas Cartas es lo relativo a las reuniones o Partidas –como él traduce a las Parties- de la alta sociedad -“De estas Partidas las más sufribles son las que llaman de Música. Como aquí no se perdona gasto en tales ocasiones, y la riqueza del país reúne en esta capital las mayores habilidades de la Europa, los Conciertos son admirables. El daño está en que por separada que esté la sala destinada a este efecto, de la del recibo general, y de la calle, el ruido es siempre intolerable para los verdaderos aficionados”- y la descripción de la danza llamada Morrice que en mayo bailan los jóvenes en las ciudades de provincias y de la que dice: “Yo estoy persuadido de que el origen de la tal danza es árabe, y mucho más cuando considero el vestido, (...) todo lo cual tiene cierto carácter que no desdice del vestido de los valencianos, que son los más árabes de todos los españoles”.

            Muy distinto al aspecto descriptivo de las Cartas es el protagonismo que la música adquiere en la última e inacabada obra de Blanco, la novela escrita en castellano Luisa de Bustamante o la huérfana española en Inglaterra, obra que comenzó a redactar a finales de 1839 quizás inspirado por la presencia y compañía de su sobrina María Ana Beck, para la que escribió también algunas poesías. La protagonista de la novela, Luisa, tiene “una voz que no hallaría compañera sino en la de otra, casi española, la desgraciada Malibrán, a quien la mala suerte cortó la vida en la edad más floreciente, no a mucha distancia de donde escribo esto”. Y más adelante parece que Blanco habla de sí mismo cuando escribe refiriéndose a Luisa: “Pero más que todo, movía la admiración de los que la trataban el entusiasmo músico que constantemente la animaba. En España había aprendido a tocar la guitarra con gusto y ejecución, acompañándose en el canto con gran delicadeza. Adelantó mucho lo que había aprendido en España durante su educación inglesa, pues habiendo tomado excelentes lecciones de piano y adquirido los principios de contrapunto, se halló capaz de componer varias piececitas para su propio uso, especialmente boleros de un carácter serio y canciones por el estilo de las francesas, y, lo que es más de admirar, componiendo los versos que quería poner en música. De este modo la música le inspiraba los versos, y los versos la música”. ¿Acaso está insinuando Blanco que él también compuso piececitas, canciones y boleros? Porque su formación musical es similar a la que narra en ese fragmento y por lo que cuenta en su Autobiografía -que estudia ‘detenidamente acordes musicales’, ha estudiado el Tratado de Armonía de Logier y cosas por el estilo- seguramente, si no compuso alguna obra, al menos lo intentó y realizó bosquejos. Nada han dicho los estudiosos de su legado qué obras de música había en su biblioteca (que las tuvo que haber) o que entre sus papeles manuscritos se hallaran apuntes de ejercicios musicales, composiciones o similares (que los tuvo que haber); quizás, si las había, no las entendieron, no le dieron la importancia que hoy le daríamos o no las consideraron dignas de su prestigio intelectual. Sea como fuere, no hay duda de que Blanco trabajó la escritura musical, y en la novela, a continuación de lo anterior, inserta el texto de una canción de Luisa e invoca a los dos grandes músicos españoles amigos suyos, Manuel García y Mariano Rodríguez de Ledesma, con los que se había reencontrado en Londres: “Quien tenga vivamente en la memoria a nuestro inmortal paisano García cuando, dejándose arrebatar de la ilusión en el Teatro Italiano, parecía convertir los afectos más poderosos en música, haciéndonos percibir que ningún otro lenguaje podía expresarlos con más viveza y verdad, podrá formarse alguna idea de la inspiración que poseía a nuestra joven al cantar estos versos. La música se ha perdido; pero, si nuestro Ledesma conserva todavía el poder con que lo dotó la naturaleza, si ha dejado algún digno discípulo de su escuela, tal vez no se desdeñarán de restituir esta canción a su elemento propio, que es la música”.

Tampoco él desdeña la música popular ni le impide disfrutar lo más mínimo de ella (como decía a propósito de la canción Patrick’s Day in the Morning) el ser un devoto admirador de Haydn, Mozart y Beethoven como de otros grandes músicos españoles que cita en su artículo sobre el ‘Teatro de la ópera italiana’, entrar en éxtasis y ‘embriaguez mental’ después de ver y escuchar a Paganini o sublimar la música pitagóricamente, y es en este sentido que se declara también admirador de las seguidillas. Así, en la novela incluye varias que atribuye a Luisa y para justificar su carácter serio dice: “pero, así como la música del vals alemán admite una gran variedad de estilos, desde el más juguetón hasta el más afectuoso, la seguidilla española, tanto el verso como la música, es capaz, a mi parecer, de una multitud de caracteres. Goethe, el mayor poeta de Europa en nuestros días, ha usado el metro de la seguidilla española, aunque sin el estribillo, en varias de sus composiciones”. (Estribillo que modernamente se suele relacionar también con el haiku japonés a causa de su misma métrica). La novela, en la mejor línea romántica, continúa después por tristes y desgraciados derroteros en los que la música va perdiendo su presencia. Presencia que tampoco la hay apenas en sus narraciones breves. Solamente en la titulada ‘Costumbres húngaras. Historia verdadera de un militar retirado, con una descripción de un viajito, río arriba, en el Támesis’, publicada en las Variedades, se encuentra una breve pero bellísima y poética descripción de la música que oye a lo lejos mientras navega en el barco -“Más ¿quién podrá describir las sensaciones internas que, entre tales objetos, causa la banda de música que a deshora rompe en ecos que, en la expansión del aire libre, pierden hasta la menor aspereza o disonancia? Una orquesta completa y arreglada daría al aficionado a  música placeres de un orden más superior, más enlazados con el entendimiento, más coloreados con las fuertes tintas de las pasiones, pero en vano aspiraría a excitar el vivo, aunque suave, transporte que las vagas vibraciones de un arpa, acompañada de tres o cuatro instrumentos de viento, producen bajo un cielo plácido, toldado de ligerísimas nubes, en tanto que un bajel movido sin velas ni remeros se desliza por cima de mil imágenes de árboles, casas, sol y nubes, que bailan ante los ojos, pintadas en el fondo del río”- y la entrañable cita que encabeza este artículo referida al militar húngaro que protagoniza la narración y que, melómano también, invita a Blanco a su casa tras reconocerse ambos en la cubierta del barco.

No menos importante, aunque menos conocida, que su producción narrativa y ensayística es su creación poética. Aun no siendo especialista en literatura, me atrevería a decir que Blanco, como escritor, es esencialmente poeta y sus narraciones, sobre todo las descriptivas, son pura poesía sin métrica. En su producción poética, la música, al margen de alusiones concretas, está presente en su más pura esencia: como origen y principio común junto al lenguaje. En un discurso que escribe para sus alumnos de la Clase de Humanidades de Sevilla, y que V. Lloréns en su edición titula Discurso sobre la Poesía, Blanco se pregunta qué es poesía y qué es ser poeta buscando la esencia poética lo mismo que muchos años después Heidegger lo haría utilizando la poesía de Hölderlin. Y, por sendero distinto al del filósofo alemán, Blanco une la música y el lenguaje en un mismo principio: “Más por qué, dirá alguno, confundir los principios del lenguaje y de la música? (...)Poco habrá meditado sobre los principios del lenguaje, sobre le carácter de las lenguas primitivas y sobre el origen de las artes quien no descubra la poesía en cuanto habemos dicho”. Parece que Blanco debía conocer bien el tratado Del origen y reglas de la música que el jesuita expulso A. Eximeno había publicado en Roma en 1774 y que fue traducido años más tarde al castellano por el maestro de capilla de la Encarnación Francisco A. Gutierrez, publicándolo en Madrid en 1796. Eximeno, en su libro, atribuye también a la música y el lenguaje los mismos orígenes y principios –“Música y Poesía en una misma lira tocaremos” que decía T. de Iriarte en su poema La música-, además de otras importantes coincidencias entre el jesuita y el sevillano; y continuando la estela de Eximeno escribe Blanco a propósito de esos primeros seres que descubrieron el lenguaje y el placer de comunicarse: “La música nace con el hombre, el placer del ritmo o la medida de los sones reiterados a compás tiene un efecto constante para inspirar la alegría”.

Entre los poemas de Blanco en que la música toma voz, ninguno tan hermoso, íntimo y personal como el soneto que en enero de 1840, un año antes de morir, escribiera para su sobrina María Ana Beck que, estando con él en Liverpool, le había pedido unos versos para su álbum:

 

     Cual tañedor de armónico instrumento

Que deseando complacer, lo mira,

Hiere al azar sus cuerdas, y suspira

Incierto, temeroso y descontento;

     Si escucha un conocido, tierno acento,

Anhelante despierta, en torno gira

Los arrasados ojos, y respira

Poseído de un nuevo y alto aliento,

     Tal, si aún viviese en mí la pura llama

Y el don de la divina poesía,

Pudiera yo cantar a tu mandado;

     Más el poeta humilde que te ama,

Teme tocar, ¡oh María Ana mía!,

Un laúd que la edad ha destemplado.

 

                                                         



[1] Si tras su muerte fueron fundamentalmente sus amigos ingleses quienes siguieron publicando su obras, también en España sus amigos sevillanos publicaron principalmente sus poesías. Pero no fue hasta 1921 que vio la luz, en España, el primer gran libro sobre Blanco. Cualquier interesado puede encontrar en internet numerosa información al respecto. A continuación se detallan algunas de las publicaciones más importantes que se pueden encontrar en español:

Mario Méndez Bejarano: Vida y obras de D. José Mª Blanco y Crespo (Blanco-White), Madrid: Tip. de la “Revista de Arch., Bibl., y Museos, 1921. Reeditada actualmente , Sevilla: Editorial Renacimiento, 2009.

José Mª Blanco White: Antología de obras en Español, ed., selec., prólogo y notas de Vicente Lloréns, Barcelona: Labor, 1971.

-        : Cartas de España, introd. de V. Lloréns, trad. y notas de A. Garnica, Madrid: Alianza Editorial, 1972.

-        : Obra inglesa, trad. y prólogo de J. Goitisolo, Buenos Aires, 1972; reed., Madrid: Alfaguara, 1999.

-        : Luisa de Bustamante o la huérfana española en Inglaterra y otras narraciones, ed. de I. Prat, Barcelona: Labor, 1975.

-        : Autobiografía de Blanco White, 2ª ed., ed., trad., y notas de A. Garnica, Univ. de Sevilla, 1988.

-        : Cartas de Inglaterra y otros escritos, introd. y selec. de M. Moreno Alonso, Madrid: Alianza Editorial, 1989.  

-        : Obra poética completa, ed. de A. Garnica y J. Díaz, Madrid: Visor libros, 1994.

Vicente  Lloréns: Liberales y románticos, 3ª ed., Madrid: Castalia, 1979.

Actualmente, el legado de Blanco White se encuentra en la Universidad de Princeton. Fue adquirido a mediados del siglo XX a la familia Blanco por intermediación de V. Lloréns, entonces profesor de esa universidad.

[2] The Life of the Rev. Joseph Blanco White, written by himself with portions of his correspondence, 3 vol., edited by John Hamilton Thom, London: John Chapman, 1845. 

[3] James Radomski: Manuel García, maestro del bel canto y compositor, Madrid: ICCMU, 2002.

[4] Literalmente ‘clave de mano’, pero seguramente se refiere a algún artilugio o caja de música que imitaba el sonido del clave.