(notas para las representaciones del Teatro de La Zarzuela de Madrid, abril de 2002 )
La grandeza del Género Chico
Parece que al fin la zarzuela ha sido aceptada sin reservas por "la crema de la intelectualidá". Este cambio se ha percibido claramente a partir de la década de los 80 del siglo XX, como si el cambio político que se vivió empujara otros cambios que también eran necesarios en la cultura española. La paradoja era muy divertida (o más bien triste): hasta finales de los 70, la postura de la intelectualidad vanguardista, no solo de los progresistas de izquierdas sino también de muchos franquistas (ahí están Eugenio D'ors y otros), rechazaban la zarzuela por su rancio olor a ajo, cebolla y chorizo (algunos añadían además la coletilla de franquista), y en cambio los exiliados antifranquistas la saboreaban (igual que los pasodobles) para afirmar su españolidad en el exilio. La verdad es que fue refrescante que compositores vanguardistas y de gran formación intelectual se acercaran a la zarzuela con otro talante; lo mismo sucedía con los directores de escena; o en otro sentido estaba sucediendo en la literatura: mientras los escritores españoles 'cultos' seguían denostando a Benito Pérez Galdós por garbancero, en Hispanoamérica se daba un cambio de actitud valorando su figura con otros criterios e incluso se utilizaba algún tema galdosiano de manera nueva y sorprendente.
Si seguimos con el símil culinario, vemos que históricamente se ha culpado a la existencia de una tradicional cocina con fuerte sabor a ajo de que no existiera una alta cocina -como si no pudieran existir ambas de manera complementaria- y parecía una aberración que uno pudiera extasiarse un día ante unos huevos con chorizo, unos ajetes a la brasa o una fritura de pescado y otro día paladear de manera sublime un plato creativo de la última y nueva cocina.
Tanto en la pintura, la literatura como en la música, ha sido una constante de la cultura española utilizar la negación del contrario como afirmación de validez de lo que el otro hacía, y así se nos ha insistido una y otra vez que han existido dos corrientes enfrentadas: una refinada y otra con olor ajo. Las eternas dos españas que al final terminan aniquilándose una a la otra al helárseles los corazones de tanto enfrentarse.
Con relación a la música, y de igual forma que los escritores del 98 rechazaron la literatura galdosiana, surgió en esa misma época un grupo importante de compositores que también rechazaron la zarzuela en su afán por unirse al nuevo modernismo europeo, como si una cosa conllevara la otra. A finales del siglo XIX Felipe Pedrell y Rafael Mitjana lideraron esta postura que ya en el XX contó con la adhesión de Manuel de Falla. De este grupo crítico, sólo el gaditano alcanza genialmente la cumbre y muestra un camino; ese Falla, admirador de la música popular de Federico Chueca e instrumentador anónimo de alguna de sus zarzuelas, que había escrito en un artículo titulado "Nuestra música" publicado en junio de 1917 en la revista Música:
"Barbieri, en su deseo de nacionalizar nuestra música, rompió con aquella manera de proceder (se refiere Falla al calco de la ópera italiana en boga), y El barberillo de Lavapiés y Pan y toros son pruebas ilustres de tan noble empeño. Pero aun en estas obras de carácter sinceramente nacional, los procedimientos musicales de que se sirvió el maestro dejan raramente de estar influidos por los italianos al uso.
Hizo falta que, algo más tarde, Felipe Pedrell nos dijera y nos demostrara con sus obras cuáles deben ser los procedimientos nacionales…"
¡Pedrell! El maestro que en 1891 encabezaba su manifiesto, Por nuestra música, algunas observaciones sobre la magna cuestión de una escuela lírico nacional, con la célebre sentencia del teórico del s. XVIII Antonio Eximeno: "Sobre la base del canto nacional debía construir cada pueblo su sistema" y que escribía en este mismo manifiesto sobre la zarzuela:
"…trataron nuestros compositores nacionales de reivindicar su puesto en los teatros, tronando contra la dominación de los italianos, y venimos a parar en el fomento de la tonadilla y de la farsa popular con caracteres análogos al flamenquismo de ahora: vuelta a insistir en lo mismo…"
"…cuando ya otras naciones nos señalaban el rumbo que debíamos haber emprendido para salir del estado de embotamiento estético en que nos tenía la ópera italiana, logramos, que no fue poco lograr, levantar un tanto, no la ópera, sino la zarzuela, propiamente tal. El balance de nuestra productividad musical de un siglo a esta parte presenta este menguado contingente: la tonadilla, la zarzuela y la farsa flamenca moderna o la misma tonadilla en otra forma, que es la vulgaridad rayana en chocarrería, la degeneración más innoble en que pueda caer un espectáculo."
No le faltaba parte de razón a Pedrell (y hasta es comprensible debido a las circunstancias del momento) en esta crítica que reflejaba enfado y frustración ante una ausencia de alternativas más elevadas para la lírica nacional que el sencillo teatro musical popular que se venía cultivando a lo largo del siglo. Pedrell consideraba que la utilización que hacían los zarzuelistas del canto popular era pobre y rancio, o sea, olía demasiado a ajo, chorizo y cebolla, pero él, que se creía el Wagner español, a pesar de sus estudios y publicaciones de cancioneros populares españoles, lo que realiza en sus obras con el canto popular son unos huecos y pomposos suflés sin gracia. Mitjana, tan agudo y crítico con el italianismo reinante al que acusaba históricamente de todos los males de la música española, se despachó a gusto con la zarzuela y sus cultivadores en su famoso ensayo Para música vamos, pero él tampoco aportó creativamente nada. Hoy día está claramente demostrado que ese nacionalismo modernista, que genialmente crearon Falla y Joaquín Turina, debe mucho a la zarzuela y especialmente a Ruperto Chapí y Gerónimo Giménez, aunque ellos dijeran lo contrario. Pero también hubo entre los grandes compositores españoles de amplia formación intelectual quien opinaba lo contrario, y así surgieron las voces de Conrado del Campo, Oscar Esplá o Julio Gómez que supieron apreciarla y defenderla en su exacto valor musical como antes lo habían hecho el 'barbierista' Isaac Albéniz o Enrique Granados.
Entre los músicos e intelectuales foráneos también se ha dado esta ambivalencia y siempre es grato recordar que tanto Camille Saint-Saëns como Friedrich Nietzsche apreciaron la zarzuela con la sencillez del que disfruta del más genuino teatro musical popular (ambos asistieron a representaciones de los dos autores, Chueca y José Serrano, que protagonizan esta sesión zarzuelística). Del francés, que ya antes había elogiado La verbena de la Paloma, cuenta Ángel Sagardía que estando en Madrid dirigiendo unos conciertos asistió a una de las primeras representaciones de La reina mora de Serrano:
"Al final de la obra, se personó en el escenario y, después de felicitar a los artistas y a los Quintero, al tiempo de abrazar a Serrano, le dijo: '¡Es una partitura admirable! ¡Me gustaría ser el autor de La reina mora!'.
En cuanto al alemán, asistió, según unos en Turín y según otros en París, a una representación de La Gran Vía de Chueca y su testimonio entusiasta ante 'esa música vibrante, vitalista e intuitiva', especialmente al trío de los ratas, se encuentra en una carta a Peter Gast. Como dice Carlos Gómez Amat en su ensayo sobre la zarzuela Función social de un teatro musical popular:
"Hacía una aguda comparación con Rossini, y quizá influido por el clima literario de la picaresca española, encontraba cierta solemnidad en la canallería de los 'ratas'".
En otra posición bien diferente está el músico francés Henri Collet que haciendo labores de hispanista defensor y divulgador de la música española publica en 1927 el libro L'essor de la musique españole au XX siècle. Collet elogia a Chapí pero le critica que su exceso de producción le haya hecho caer en "un manierismo vulgar y común" con procedimientos técnicos demasiado fáciles. De Tomás Bretón elogia La verbena y reproduce las críticas de Mitjana, que decía que era una música sin personalidad ya que el salmantino intentaba mezclar melodías italianas con armonías propias basadas en el arte alemán. No ahorra críticas Collet de Amadeo Vives, a pesar de reconocer la importancia de Maruxa y doña Francisquita, ya que lo considera un gran compositor que ha perdido el tiempo -'se extravió' dice- dedicándose sólo a la zarzuela sin ningún provecho para el arte.
Otro curioso testimonio foráneo sobre la zarzuela, y que apenas se conoce, es el del músico belga François Auguste Gevaert, que llegó a ser director del conservatorio de Bruselas. Gevaert viene a España en abril de 1850 becado por el gobierno belga en un viaje que durará unos dos años. Además de componer varias obras sinfónicas influenciadas por el folklore español -en Madrid estrena en 1850 su Fantasía sobre motivos españoles- realiza el correspondiente informe sobre su viaje que es publicado en 1852 en el boletín de la Academia de Ciencias, Letras y Bellas Artes de Bélgica con el título de Rapport à M. le Ministre de l'interieur sur l'etat de la musique en Espagne, par M. Gevaert, lauréat du grand concours de composition musicale. Las referencias a los intérpretes, la zarzuela y la ópera son tan interesantes que me permito la traducción de un extracto más extenso de lo normal de este trabajo de Gevaert que debería conocerse en su integridad por la valiosa información que sobre diferentes aspectos musicales españoles de mediados del XIX ofrece. Cuenta Gevaert:
"…la influencia del conservatorio de Madrid es nula, ...su utilidad se reduce a surtir los teatros de coristas y las orquestas de violinistas mediocres. La clase de piano es quizá la única que da alumnos notables y capaces de sostener la comparación con los del extranjero.
Tal estado de cosas no puede dejar de influir sobre la ejecución de la música; así, los instrumentos de cuerda dejan mucho que desear; el arte del arco sobre todo es desconocido en este país, y, por esto, las orquestas adolecen generalmente de conjunción y de delicadeza. Los instrumentos de viento están en un estado cultural más desarrollado, y, salvo los trompas (que son en general muy mediocres), no son inferiores, en cuanto a la ejecución, ni a los franceses ni a los belgas (está claro que yo no hablo aquí más que de músicos de orquesta).
(…) El estado de los teatros líricos, en España, no inspira un interés muy grande; no es, propiamente dicho, una institución nacional, siendo la ópera italiana la única que se canta generalmente en la península.
(…) Hace dos o tres años, algunos jóvenes, si no llenos de talento, al menos haciendo prueba de mucho celo, intentaron resucitar la ópera española, caída en el olvido; pero, en lugar de aplicarse esta vez a la ópera seria, ellos crearon un género apenas más elevado que la tonadilla, o, mejor dicho, hicieron una imitación de la ópera cómica francesa, y un teatro, basado en estos principios, fue instituido en Madrid.
El suceso ha coronado sus esperanzas, y la empresa no ha cesado de prosperar desde entonces, a pesar de la endeblez de la mayoría de las zarzuelas, compuestas por músicos dotados de feliz instinto, pero que ignoran generalmente las más simples nociones del arte de escribir. (El nombre de zarzuela se aplicaba anteriormente a un género de piezas diferente de las zarzuelas nuevas. Yo creo esta palabra un diminutivo de zarza, nombre que habría sido dado a estas piezas a causa de las intrigas embarulladas que los españoles introducían en sus producciones dramáticas en la época de que se trata)".
Es obvio que 'esos jóvenes' a los que se refiere son el grupo formado por Rafael Hernando, Cristóbal Oudrid, Francisco Asenjo Barbieri, Joaquín Gaztambide e José Inzenga, que entonces tenían menos de treinta años, y las obras que según Gevaert crearon el género pueden ser las de Hernando, Palo de ciego y Colegialas y soldados ambas de 1849, o las que hicieron conjuntamente Hernando y Oudrid, aunque también podría referirse a las primeras de Barbieri o las que unos años antes hicieron Basilio Basili o Mariano Soriano Fuertes, abanico de obras con las que algunos dan por sentado que comienza la zarzuela moderna o su restauración -Jacinto Torres, siguiendo a Barbieri, propone este inicio en Los enredos de un curioso, zarzuela colectiva de 1832 de Ramón Carnicer, Pedro Albéniz, Baltasar Saldoni y Francesco Piermarini-. Curiosamente Gevaert coincide con Pedrell en criticar que no se prestase más atención en cultivar la ópera seria; y más curiosa todavía es la definición de zarzuela que nos propone el músico belga; por fin descubriremos que los asuntos dramáticos calderonianos no son más que 'intrigas embarulladas' llenas de zarzas.
Porque hasta Pedro Calderón de la Barca nos lleva el gran erudito Emilio Cotarelo y Mori en su magistral Historia de la Zarzuela o sea el Drama lírico en España desde su origen a fines del siglo XIX que, siguiendo las tesis de Barbieri, nos demuestra que la zarzuela la inventa Calderón. Frente a la pretensión de Hernando, que había estudiado en París, de que él había creado la zarzuela realizando sus obras a imitación de la ópera cómica francesa -opinión que muchos comparten de que la zarzuela no es más que una mala copia del susodicho género francés-, y en contra del reduccionismo de otros historiadores que pretenden que la zarzuela es sólo lo que se entiende por zarzuela moderna creada en el siglo XIX y que lo anterior no tiene nada que ver, Cotarelo nos muestra con numerosos documentos que el género español, en la forma que ha llegado hasta nosotros, "un drama lírico en el que se alterna lo hablado con lo cantado", era muy anterior -de1658 a1660 son las primeras obras- a la invención del la ópera cómica francesa -fechada a principios del siglo XVIII- y permanece en el gusto de los españoles, que odiaban los recitativos cantados a la italiana por pesados y aburridos, a lo largo de los siglos. Por ejemplo, era frecuente durante el XVIII declamarse en castellano los recitativos cantados de las óperas italianas de Piccini, Paisiello, Secchini u otros; y siguiendo la tradición, en el anuncio del estreno en 1832 de El rapto de Tomás Genovés y Mariano José de Larra, que sus autores denominan ópera española, se dice "los versos que no están dedicados al canto serán representados, según costumbre de la que no ha querido apartarse el compositor".
Está claro que en la valoración de nuestro pasado está nuestro futuro y ya no se pueden aceptar opiniones (así nos ha ido) como la que escribe Ángel Sagardía en su librito de 1958 La zarzuela y sus compositores:
"(…)pues si al presente se dice -y es cierto- que hay mucha música mala, en el pasado había mucha más, ya que los compositores no disponían de la técnica actual; únicamente utilizaban los acordes de tónica y dominante y, por ello, si no les soplaba la musa, resultaba música verdaderamente intrascendente. Todas aquellas producciones no eran zarzuelas ni óperas".
Siguiendo a Cotarelo vemos que las transformaciones que sufre la zarzuela, tanto en los libretos como en el estilo musical, están condicionadas por la circunstancia y el tipo de público que demanda el espectáculo en cada momento: no es lo mismo el absolutismo de la monarquía y la alta aristocracia de mediados del siglo XVII, que la postura reivindicativa de los 'majos y majas' del XVIII frente a la moda afrancesada de las clases altas, que la situación social y laboral de las clases burguesas y populares de mediados o finales del XIX; pero en esencia el género es el mismo -la clase social dominante, en términos de consumo, es la que ha impuesto sus gustos y preferencias, esto se ha visto muy claro en música a lo largo de la historia y especialmente en el siglo XX-. De esta forma, Cotarelo tiene el acierto de ver la zarzuela como un todo, un género que va de Calderón a Chueca pasando en el XVIII por Antonio Rodríguez de Hita, al margen de las diferentes denominaciones que se le ha dado y del reduccionismo de que la zarzuela es producto de una época muy concreta y tiene que tratar de 'la vida popular nacional con cantos y danzas nacionales'.
Así, dentro de esta unitaria visión de la zarzuela está esa maravillosa manifestación del teatro musical popular que es el 'Género Chico' o 'Sainete lírico', que aunque tenga una fecha y circunstancia exacta de su nacimiento -según José Deleito en su Origen y apogeo del Género Chico comienza como teatro de texto por horas en los albores de la revolución de 1868 en el Teatro Variedades añadiéndosele la música años después para despegar definitivamente como tal género musical en el Teatro Apolo- se le puede encontrar antecedentes en la ingente cantidad de zarzuelas en un solo acto compuestas en las anteriores décadas, en la tonadilla del XVIII, en los entremeses y, puestos a ello, en toda la historia del pequeño teatro popular. Pero como dice Adolfo Salazar:
"lo que interesa en el Género Chico es determinado tipo de lirismo popular, moldeado en cuadros de costumbres, expresado en un acento de lenguaje y con un garbo y gracia especiales, que es lo que se entiende por casticismo y, más ceñidamente, por madrileñismo".
Es cierto que en un principio el Género Chico se surte exclusivamente de temas madrileños creando un folklore urbano de autor basado la mayoría de las veces en danzas foráneas como el chotis, el vals, la mazurca o la polca que se irradian por toda España con la misma facilidad y éxito que las canciones de música ligera de ahora, pero después el género se irá ampliando con variantes andaluzas, valencianas, aragonesas, manchegas o de otras comunidades españolas sin desdeñar la influencia de la opereta vienesa, ya en el siglo XX, que le llevará a utilizar temáticas ajenas a lo español.
Entre los compositores que cultivan el Género Chico encontramos dos grupos muy diferentes. Por un lado están aquellos que tienen una gran preparación musical y dominio técnico del oficio, que se acercan al principio con cierto desdén porque les parece un género menor pero que crean verdaderas obras maestras: es el caso de Chapí, Bretón, Giménez, Vives, Barbieri al principio y Pablo Sorozábal al final. Y por otro lado están los que no alcanzan una formación cultivada, poseen poco dominio del oficio orquestal y basan el trabajo en su espontánea y fácil invención melódica por encima de cualquier otra cuestión estético-musical. Entre estos últimos que duda cabe que los más importantes son los dos que ocupan esta sesión zarzuelística: Federico Chueca Robles, nacido en Madrid en la famosa torre de los Lujanes de la plaza de la Villa en 1846 y muerto en la misma ciudad en 1908, y José Serrano Simeón, nacido en Sueca (Valencia) en 1873 y muerto en Madrid en 1941; dos autores que representan la esencia del teatro lírico más popular tanto en lo bueno como en lo malo. La actividad del primero se desarrolló en los inicios y apogeo del Género Chico y el segundo entró en escena en pleno apogeo y terminó cuando también el género estaba declinando y llegando a su fin. Y si a Chueca se le conoce como músico de Madrid y se relaciona su música con la esencia más genuina de los barrios castizos, a Serrano le ocurre lo mismo con Valencia, no ya por sus zarzuelas sino también por sus himnos y marchas para las genuinas bandas valencianas.
Chueca destaca ya de niño con el piano y a los nueve años es protagonista de una noticia en El Diario de Madrid que da cuenta de la brillantez de su examen. Comienza los estudios de medicina en la Facultad de San Carlos y abandona a los dos años para dedicarse a la música, período en el que actúa como pianista en varios cafés y dirige una orquesta durante las vacaciones a orillas del Manzanares. En una ocasión que es detenido en la cárcel de El Saladero compone su famosa tanda de valses Lamentos de un preso. Vuelve a pasar frugalmente por el conservatorio y continua con su actividad de pianista de cafés hasta que estrena en 1880 La canción de la Lola en el teatro Alhambra, obra con la que inicia sus éxitos en el Género Chico y abre su camino hacia la fama; también durante unos años actúa de director de orquesta dirigiendo en 1884 De Getafe al paraíso de Barbieri. Su siguiente éxito es en 1886 con La Gran vía, una de las cumbres del género; después vendrán, entre las más conocidas, Cádiz, El año pasado por agua, El chaleco blanco, en 1897 Agua, azucarillos y aguardiente y entre las últimas que perduran La alegría de la huerta y El bateo. Es de sobra conocido que Chueca, debido a su floja formación musical, tuvo varios colaboradores en la instrumentación de sus zarzuelas, lo que no le quita un ápice de su valor; especial fue la colaboración durante muchos años del compositor Joaquín Valverde hasta que los chismorreos y malas lenguas disolvieron el fértil dúo; a partir de entonces Chueca firmaba en solitario, pero se sabía que seguía utilizando colaboradores en la instrumentación como Arturo Saco del Valle, Santiago Lope o Manuel de Falla. Chueca también colaboró en 1884 con Barbieri en la obra ¡Hoy sale, hoy! y más tarde con Valverde y Bretón en las obras Bonito país y El bautizo de Pepín, según cuenta Mª Concepción Romero en su trabajo Investigaciones sobre F. Chueca. Sobre su vida hay numerosas anécdotas populares -como la de los ladrones que le robaron la cartera días después del estreno de La Gran Vía, devolviéndosela con una gratificación por los inconvenientes y firmando como en la zarzuela, el rata 1º, el rata 2º y el rata 3º- que convirtieron a Chueca en un autor verdaderamente popular, en su sentido más amplio, y que se reflejó en la masiva asistencia a su entierro.
Serrano comenzó estudiando música con su padre que era director de la banda de Sueca. A los doce años ya tocaba con soltura el violín y la guitarra y con dieciséis le envían a estudiar con Salvador Ginés a Valencia entrando en el conservatorio al año siguiente para cursar estudios durante dos años de violín, piano, armonía y composición, actividad esta a la que se dedicará principalmente. En 1895 se desplaza a Madrid donde es ayudado por Emilio Serrano y Jesús de Monasterio. Su estreno teatral se produce en 1900 en el Teatro Apolo gracias a un libreto facilitado por los hermanos Álvarez Quintero y titulado El motete. Su siguiente éxito es ya en 1902 con La mazorca roja, a cuyas funciones asiste I. Albéniz que felicita efusivamente al maestro. De diciembre de1903 es La reina mora con un libreto de ambiente andaluz y ya en 1905 Moros y cristianos de ambiente valenciano. A partir de aquí y hasta el final de sus días la carrera de Serrano se va jalonando de éxitos entre los que destacan Alma de Dios, El trust de los tenorios -cuya jota popularizó Miguel Fleta-, La canción del olvido, La sonata de Grieg, Los de Aragón, en 1926 Los claveles y cerrando La dolorosa; ya póstumamente se estrenarían La venta de los gatos y Golondrina de Madrid. Serrano colaboró también con otros importantes zarzuelistas, así en 1905 lo hace con Chapí en la obra El amor en solfa y en 1910 con Vives en El palacio de los duendes. Serrano, que se enfrentó a la entonces Sociedad de Autores Españoles dimitiendo de la junta directiva a causa de la copia de los materiales de orquesta de La viuda alegre por cuenta de dicha sociedad, fue también un emprendedor empresario teatral que movió compañías líricas por toda España representando sus obras; además de otras inquietudes como la de poseer una pequeña flota de barcos, con nombres de sus obras, que faenaban en El Perelló.
En este somero vistazo a sus biografías, vemos que nuestros dos compositores pasan frugalmente por el conservatorio y, que duda cabe, eso se resiente en su formación y en el resultado final de muchas de sus producciones que brillan sobre todo por su graciosa ingenuidad musical y por su belleza melódica, fácil y pegadiza, pero que en ningún momento cae en la vulgaridad. Se percibe en sus obras que los dos tenían una gran facilidad para la música dramática y para encajar la música con el texto, aunque esto último habría que ponerlo en cuarentena si hacemos caso a los que cuentan que ambos trabajaban los cantables sobre 'monstruos' literarios; o sea, se inventaban ellos mismos textos sin sentido para encajar frases literarias y musicales, después venían los libretistas y ponían todo ese texto en orden y relación con el tema del libreto.
En cuanto a las obras que integran esta jornada zarzuelística vemos que las dos fueron grandes éxitos de la última época compositiva de los autores y cumplen con las genuinas premisas del género: un argumento sencillo y leve que se desarrolla en época contemporánea a la de la composición de la obra -en este caso además ambas se sitúan en Madrid-, en el que van y vienen los amores de varias parejas entre los sentimientos espontáneos del pueblo llano -niñeras y barquilleros en Agua… y obreras y obreros de la fábrica de perfumes en Los claveles- y donde no faltan veladas críticas sociales y laborales -"Nos llaman amas y es lo cierto,/quien lo inventó tuvo talento;/pues ya es sabido, y no de ahora,/que quien nos sirve es la señora." en Agua…; "hasta cuando nos paga usté la semana, lo hace con tanto agrado, que siempre parece que nos da dinero de más. Y si da usté de menos, pues no se nota." en Los claveles-.
Agua, azucarillos y aguardiente, con libreto de Miguel Ramos Carrión, se estrenó en el Teatro Apolo de Madrid el 23 de junio de 1897 con la denominación de pasillo veraniego, una obrita sin pretensiones para cubrir la temporada de verano. Su éxito arrollador todavía perdura. En el caso de Los claveles, con libreto de Luis Fernández de Sevilla y Anselmo C. Carreño, su estreno fue en el Teatro Fontalba de Madrid el 6 de abril de 1929; a pesar de que tuvo bastante éxito no fue tan arrollador como la obra de Chueca y su importancia nos llega, además de por su belleza lírica, por ser una de las últimas manifestaciones genuinas de un género que permanecerá por su grandeza; una grandeza basada sencillamente en haber conseguido, sin más pretensiones, ser la expresión genuina, como teatro musical popular, de una época concreta porque ese populacho, degustador del ajo, el chorizo y la cebolla, lo hizo suyo.